
El amor dura tres meses
"Entre el dolor y la nada, prefiero el dolor” – William Faulkner
El amor dura tres meses es un cortometraje que fue presentado por el director mexicano Rafael Martínez García como parte de la programación oficial del Festival Internacional de Cine de Moreira en el año 2018. La breve película tuvo la suerte de poder ser exhibida gratuitamente en diversas plataformas digitales, entre las cuales se encontraba el espacio de Retina Latina, la cual mantuvo el film durante los primeros meses del 2021. Los comentarios suscitados, a partir de la taciturna historia que se construye, se dejaron oír bajo los pasos rimbombantes de la crítica al amor romántico, ilusión penosa cuya puesta en práctica arrastra a los amantes hacia el infortunio del dolor y otras más miserias del mismo tenor. Y, sin embargo, el intento de materializar una novedosa forma de amar en los protagonistas no deja de ser angustiante… ¿acaso habría alguna forma de conseguir amar sin sufrir? Si la hay, claramente la solución no se encuentra en este mundo.
Efectivamente, el paso de las imágenes proyecta a dos jóvenes enamorados, David y Lucía, que están seguros de que el amor solamente puede durar tres meses, puesto que luego de ese tiempo piensan que la relación se infecta de los problemas típicos del amor romántico, de esos conflictos provenientes del ansía de eternidad, como lo son las infidelidades, los celos, las humillaciones y el aburrimiento, malestares abismáticos que sustraen las auroras brillantes de los amantes para ensombrecer sus corazones. De manera que la pareja, dado que igualmente se desean, acuerdan iniciar una relación con conciencia de fin, cuya duración sea, precisamente, la de tres meses. Toda la película se encuentra enfocada en esa última cita, en el último dialogo que abrigará la enternecedora trivialidad de sus impresiones mutuas, y por tal razón diríase que el personaje tácito del discurso cinematográfico es la propia muerte. Los amantes conocen el destino de su relación, o creen hacerlo, y seguidamente se rinden ante la muerte, juegan con ella, pero sin embriagarse, pues el temor a la resaca es superior que los propios deseos de asirse.
En cuanto lenguaje, existe un elemento permanente en toda la película que no deja de llamar la atención: la oscuridad. La pantalla negra se le impone al espectador dentro de un conjunto estético que nos lleva a imaginar los periplos amorosos, pues en la ausencia de colores vivos aún existen voces cuyas palabras edifican un sentido; y es que, en este caso, lo sentido no sería más que la afectación de las sombras. Pues allí donde imperan las sombras, es porque del otro lado cantan las luces. Tal como lo imagino el director, David y Lucía solo podían amarse bajo el cuidado de las sombras, pues la claridad amorosa se encuentra en aquel otro lugar – tal vez, la muerte –del cual no podemos ver ni saber nada; el obstáculo que aniquila el poder de nuestros ojos es, precisa y angustiosamente, el tiempo. Los amantes sienten con desazón que el paso del tiempo oscurece al amor, lo convierte en una posible causa de desesperación y sufrimiento, por lo que la salida más efectiva a tan escabroso asunto es el temprano desprendimiento; mientras menos rato juntos, cuanto mejor para los dos. Sin embargo, ¿volverían a verse David y Lucía sin tener la sensación de haber dejado algo inconcluso producto de su lejanía íntima, de esa ruidosa incapacidad de entregarse al otro?
¿Entregarse al otro? Desde mucho tiempo, se pensó que el amor significaba entre otras cosas vivir para el otro; la vida misma del amante es entregada por completo a la vida del amado. Pero para que esa relación lo sea de índole amorosa, la entrega y el sacrificio lo había de ser de modo reciproco; de no ser así, el asunto se convertía en otra forma más de dominación en la cual el otro es reducido a una condición de servidumbre. Charlie Chaplin había expresado tiernamente este modo de amar en Luces de la ciudad, aquel inolvidable largometraje cuyo estreno en 1931 se desplegaba en un mundo que ya estaba siendo seducido por el cine sonoro. Los espectadores una vez más fueron conmovidos tras haber visto al vagabundo universal en escena, tratando de hacer todo lo posible por conquistar y ayudar a la florista ciega, quien en su pobreza podía sentir en máximo esplendor la fragilidad de la vida humana. Era otra forma de amar: el vagabundo daba lo que no tenía y, en ese intento, lo que se ponía en primer lugar era la preocupación por la vida del otro. No se trataba de dejar el propio yo de lado, como si no importara, sino de que el yo fuera movido por los vientos del amor hacia un único sentido: mejorar la suerte del otro, a quien se ama. ¿Con qué finalidad? Eso era lo de menos.
Entre la lejanía o el acercamiento, entre el desprendimiento o la entrega; tales parecen ser los dilemas a los cuales nos conduce las relaciones amorosas en las maravillas de la pantalla. El cine y su poder de expresar las finuras de los problemas humanos hacen gala, nuevamente, de la portentosa incertidumbre que baña todas nuestras decisiones. Resulta curioso que los relatos cinematográficos de amor más emotivos hayan sido realizados en blanco y negro, como si el color del amor no fuera el fiel reflejo de un mundo de rosas, sino antes bien sería la diáfana semblanza de un mundo impredecible, ambiguo, y cuyas expresiones de su indiscutible pluralidad suscitan en nosotros la escalofriante belleza de vivir.


