La seducción del cine como experiencia humana

El cine, cuando es arte, no deja de ser la fuente donde se vierten los sueños

Somos de repente todas las imágenes del film, todos sus objetos, sus decorados; vivimos aquellas conexiones invisibles con la misma intensidad que la secuencia visible” – Raúl Ruiz

Las luces se apagan e, inmediatamente, el proyector dibuja lo que será una sucesión de imágenes elaboradas. Los espectadores, tan ávidos de historias, se apresuran a guardar silencio para fijar su entera atención a lo que tienen en frente. Por allí algunos susurros de impaciencia, por allá ligeros canturreos, pero en el espíritu sobresaliente de la sala se destaca una particular concentración que demuestra el deseo de asistir al placer de los ojos, ese portentoso cristal por el cual podemos sentir el baile de las imágenes. Tan prontamente desarrollados los preludios del silencio público, aparecen en la pantalla sonidos, movimientos, colores y toda una serie más de elementos que se unen para fabricar un arte que anuncia y nos ubica en una dimensión especial. De repente tenemos bajo nuestros ojos una realidad muy parecida a la nuestra, en cuyo estado de cosas existen personas que, al igual que nosotros, tienen un estilo de vida que los obliga a desenvolverse en toda una trama impresionante, y sin embargo sabemos que sus piernas han dejado huellas en otras aceras, en otras avenidas, en otros tiempos…  en otros mundos, tan reales como ficticios.

Las imágenes siguen transcurriendo, ensanchando el brío de las apariencias y mostrándonos que en la vida de aquellos seres coexisten fuerzas que sobrevienen fuera de ellos, y de las cuales poca o nula influencia tienen. Hay todo un conjunto de acciones que se suceden más allá de nuestros héroes y villanos, y cuyo poder los empuja a tomar decisiones que conducirán el rumbo de sus vidas hacia alguna parte indeterminada. Es allí donde el drama predilecto hace de las suyas para maltratar el deseo de nuestros personajes con la realidad que respiran; es la eterna tragedia del ser humano entre lo que desea conseguir y los obstáculos que se le imponen; y es, también, la hilarante comedia humana del mono desplumado entre sus agotadores esfuerzos y sus naderías premiadas. Pero el escalofrío del arte recién empieza y los espectadores harían bien en mantener la justa serenidad. Pues, muy a pesar de que nuestros personajes puedan ser ficcionales o no, hay mucha verdad dentro de ellos, y tanto es así que incluso podríamos reír o llorar al escuchar su mundo, si acaso logran convencernos de que, entre ellos y nosotros, no es mucha la diferencia, o, en todo caso, de que su realidad termine por desplazar a la nuestra.

Entonces sin darnos cuenta, ya hemos sido capturados por las curvas danzarinas del séptimo arte, y toda nuestra existencia ha sido rápidamente transfigurada. No reparamos más en nuestra vida, esa cosa errática que yace olvidada, sino que, embriagados por las imágenes, nos sentimos parte de otra dimensión, y como tal nuestras discusiones serán otras, precisamente serán aquellas que se erigen de la historia en la que hemos sido arrastrados. Por consiguiente, nuestras emociones son sacudidas por la fiebre de aquellos personajes inolvidables, por aquel Charlot que día y noche va llevando al mundo entero, dentro de sus bolsillos rotos, una bondad infinita; por aquel Cantinflas que, en un laberinto de palabras, va conmoviendo a todos los desposeídos para hacerlos poseedores, siquiera, de un poquito de esperanza; o por aquella siniestra Muerte que, ante el caballero de las cruzadas, se divertía jugando una partida de ajedrez, de la cual siempre se supo ganadora. En fin, todos cargamos aquellos personajes que lograron penetrar tan hondamente en nuestra vida que ya los hemos vuelto parte de nosotros, lo cual nunca se sabe a ciencia cierta si es para bien o para mal.

Con todo, el cine seduce. Su esplendor nos atrapa inevitablemente y por esa razón sentimos una insólita repulsión cuando hemos sido capturados por alguna deplorable película; el amor hacia alguna cosa siempre nos vuelve sensibles ante todos sus movimientos, aun en los más ínfimos. El hecho de sentirse atrapado por el cine no tiene que ver con estar pendiente a cada minuto de las últimas noticias de la industria, aunque desde luego puede ser así; en lo esencial, la seducción del cine opera de un modo muy distinto. El significado etimológico de la seducción descansa en una idea que le hace mala prensa, pues la ética tan pura de la sociedad católica la vio normalmente con muy malos ojos, y en consecuencia trataron de censurar todo acto que reprodujera su presencia. Seducir era, pues, desviar del camino; y no de cualquier camino, sino del que nos conduce a Dios. Seducir y, sobre todo, dejar seducirnos, era una conducta pecaminosa, de suerte que por mucho tiempo se creyó, y se cree, que la seducción siempre esconde algún fin moralmente perverso, desde la cual un ente diabólico obra de mala fe.

Y, en efecto, el cine termina por desviarnos del camino; pero no de cualquiera, sino de nuestro camino. Los espectadores somos entregados a la vorágine de las imágenes para olvidarnos del tejido de miserias que padecemos fuera de la sala. (Ahora bien, si la película es un documental como el de Javier Ponce (2009) sobre la vida de Lucha Reyes, cantante peruana excepcional que aun poseyendo una “voz de trompeta” no dejo de ser atacada por el racismo pornográfico de la época, igualmente uno se libra de los desastres del camino privado porque se comprende que, más allá de nuestro yo, existe un desastre general, que se expresa en la sociedad narrada, y entonces compadeciéndonos del dolor y la vergüenza que sintió Lucha Reyes condenamos con pasión aquellos actos, como el humor y otras herramientas más, que vulneraron su dignidad humana). Nuestro camino pierde algo de realidad, pues en cada encuadre y en cada transición la representación de otro mundo nos saca de nosotros mismos, a fin de sumergirnos en el camino que desea construir el director, y eso es un poder exclusivo del cine. Con los libros no sucede igual. Gabriel García Márquez decía, y con razón, que en los libros uno posee mayor libertad que en las películas, pues aquel no nos sustrae el poder de imaginar el cuerpo de nuestros personajes tal y cual lo queramos. La imagen presenta al personaje en todo su esplendor, por lo que la fantasía queda confundida por la realidad misma del actor.

El tiempo pasa y el poder seductor del cine llega a su fin. Su hechizo desfallece, dominándonos el hecho de que nuestro trasero ha permanecido detenido solo un par de horas y, sin embargo, pareciera que hemos vivido más de una vida dentro de la sala. Algunas veces salimos con la sensación de que la película se logró de una manera elogiable y, en las más de las ocasiones, con la desafortunada sensación de que grandes producciones no llevan sus desperdicios a los grandes camiones de basura, sino a las grandes pantallas (los chistes de Woody Allen no se pueden borrar de la memoria). Fuera de la sala, el mundo se desencanta y el contraste que acontece en nuestro interior es demasiado violento, casi como la de aquel niño que, luego de saltar varios minutos en el trampolín, tiene que enfrentarse a la cruda realidad de que, ya en el suelo, dejará de suspenderse por los aires con la ligereza soñada. Pues el cine, cuando es arte, no deja de ser la fuente donde se vierten los sueños – y también las pesadillas – del mundo moderno, cuyo hechizo empuja a las personas a quedarse en la oscuridad de las salas, olvidándose de su camino, de los dramas privados de su existencia, con la finalidad de sentirnos parte de otro mundo mediante la relación con esa experiencia humana, que es la seducción del cine.

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Jhon Rivera Mi casa de estudios es la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y, bajo su resguardo, me dedico a ser ojos del mundo. Fuera de sus pasillos, mi piel se adentra en las salas de cine para dejarse seducir por sus vendavales de encantos. Ya lejos de sus imágenes, me doy cuenta de que el arte tiene el poder de encender claridades en medio de las tinieblas.
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