Reminiscencias de celuloide

Poco a poco las imágenes se suceden, la magia comienza en el viejo cine Tropical, mi favorito.

ACCIÓN: Exterior, día. Calles de la ciudad. El niño camina, sujetado por su madre, doblan juntos la avenida y continúan por la calle calzoncillo en dirección a la plaza principal. Poco antes de llegar vislumbran la imponente figura de la catedral. Avanzan en paralelo mientras un gran árbol es mecido por el viento que sopla fuerte a esa hora, como cada tarde. El niño se adelanta, se ha soltado de la mano que le llevaba y ahora corre presuroso sin atender las peroratas maternales. Lo ha conseguido. Llegó. Las blancas baldosas de los escalones le dan la bienvenida. De a pocos, se introduce en el salón que luce muy iluminado y con posters de las películas en cartelera y de los próximos estrenos. A la derecha está la taquilla. Del lado izquierdo, hay un mostrador donde se aprecia la confitería. El aroma de canchita recién  preparada se mezcla con el olor a desinfectante de pino que los servicios higiénicos emanan. Frente a él, la última frontera: una puerta guarda tras de sí otro mundo. Es el comienzo de la jungla en las películas de aventura, la trinchera en las épicas escenas de guerra, la playa desde donde nos sentimos a salvo del ataque de un escualo. Una mano le toma presurosa, tras un regaño le obliga a seguirle. La madre lleva consigo al niño, éste avanza por inercia, embobado por las luces de neón que resaltan los vértices del lugar. “Dos para la de las seis (…) sí, un adulto, un niño (…) gracias”. La impaciencia inicial dio pase a la expectación en cuanto las luces se apagaron. Los asistentes acomodados y prestos en sus butacas contemplaban las figuras en alto relieve de las paredes: aves, cocodrilos, árboles y nativos en grupo, con grandes lanzas y rodeados por lianas. Se volvieron más tangibles, parecían gigantes que guardaban la magia, celosos cuidadores del ritual previo a cada función.  El momento favorito había llegado, precedido por un desfile de tráilers. Pronto aparecería el título en grandes letras y vería al guerrero derrotar a los malos; pero hay un momento tan importante, para el niño, como el inicio de la película. Cuando la función casi comienza, la cabeza del jaguar, rodeada por un blanco círculo de cemento en lo alto de una pared, toma el protagonismo. Su enorme hocico se ve lleno de una luz roja que lo maravilla. Los laterales del ecran se iluminan con luces multicolores. Pasan los adelantos de diversas películas. En cuestión de minutos la sala se oscurece, el proyector se deja oír. Poco a poco las imágenes se suceden, la magia comienza en el viejo cine Tropical, mi favorito.

Mis fines de semana no eran tales sin mi dosis frente al ecran. Los sábados eran de obligada presencia en la sala del cine. Donde crecí había cuatro salas: el Cine Oro, donde fui a mis cinco años de la mano de mi hermana para ver “La sirenita”. Sin saberlo, ella me regaló el cine. Con este regalo también recibí la creencia de que tras una pantalla, de veras, ocurría magia. Terminada la función, mi hermana volvió a casa conmigo, claro; pero algo de mí se quedó para siempre en esa sala. Ya no quiso volver.  También estaba la sala del cine Colonial, a escasos metros de la iglesia, como el cine Tropical; pero no recuerdo haber entrado allí.  Quien sí lo recuerda es mamá: “Entramos para ver, supuestamente, una película de Chespirito, de pronto, en la primera escena no más, una balacera (ríe). Tenías tres años, te asustaste mucho. Llorabas tanto que nos comenzaron a callar y tuvimos que salir”. Ya veo desde donde me viene la vena por las películas de gángsters, pensé.

El cine Tumi, quedaba cerca de mi colegio. Tiempo después, allí mismo se construyeron los “Multicines Primavera”. Recuerdo que allí vi el estreno de “Mi pobre angelito 2 (Perdido en Nueva York)”. Como nadie me pudo acompañar tuve que ir con mi abuela materna, presta siempre para socorrerme. En medio de las hilarantes escenas, protagonizadas por un jovencísimo Macaulay Culkin, Joe Pesci y Daniel Stern, recuerdo haber volteado a ver a mi abuela. Para mi sorpresa estaba desplomada en la butaca. Pese a las risotadas del auditorio no se despertó hasta bien avanzados los créditos finales. Recuerdo también el estruendo que causó luego de que a duras penas la desperté y, a la salida, no llegó a notar una puerta de vidrio sin las respectivas señalizaciones para evitar accidentes. Pobre abuela, nunca te di las gracias, ya es tarde; pero aún recuerdo ese día.

Ya en mis años de universidad y con dinero propio llevé a mi abuelo a ver “La Pasión” de Mel Gibson. Para entonces, la vieja sala del cine Tumi había sido convertida en el remozado multicines en cuestión. Llegamos unos minutos después de iniciada la película.  Al salir, el viejo estaba feliz. Luego fuimos por unas cervezas en un bar del centro. Fue la única película que vimos juntos. Siempre me dije que algún día podría ver una producción mía en la pantalla grande; pero el tiempo, la vida, Dios, lo que sea, no pensó igual.

CORTE. He omitido, y no por falta de memoria, a dos cines, de los que también aparecían en la cartelera local, con títulos de los más picantes. Uno era Cine Norte y el otro Cine Sur.  Del primero no supe mucho. Por la información en ciertas páginas de internet conocí que también era conocido como Cine Popular y que se ubicaba en el límite de la ciudad, en la otrora calle San Pedro. Del cine Sur guardo el recuerdo de que frente a éste,  vivía el más odiado del salón de clases. Además, de la célebre anécdota familiar sobre una tía solterona y respetable que, habiendo leído el listín de cine del periódico (sí, en esa época, para ir al cine, tomabas un periódico y así te dabas por enterado de la cartelera), se decidió por ir a ver “La Monja”. Ya en la sala, grande fue su sorpresa cuando la protagonista no era del tipo de religiosas que pensaba ella, sino una ecléctica y elástica jovencita sin la mayor vocación por vestir los sagrados hábitos. Acto seguido, superado el shock inicial, y tal vez cierta curiosidad, abandonó la sala entre pifias y burlas del público, en su amplia mayoría y por obvias (o quizás no) razones, compuesto por varones.

El héroe ve partir a su amada, no llora, no se inmuta, es lo mejor. Ella sube la escalinata del avión, toma su lugar junto a la ventanilla desde donde le observa. Se inicia el despegue; pero algo le hace cambiar de opinión y le pide al piloto que se detenga, se trata de un avión privado. Entonces desciende las escalinatas a toda prisa y se arroja en los brazos de su amado. La voz de Whitney Houston cantando “I Will Always Love You” envuelve la sala. Son los instantes finales de “El guardaespaldas”, con Kevin Costner. Recuerdo el olor a canchita (pop corn como le llaman los chicos), la sala con lleno total, la voz de Whitney estallar y las figuras de mi padre, mi madre, mi hermana y yo contemplando el final de la película. Lo recuerdo bien, fue la única película que vi de Whitney Houston; pero me enamoré de su voz. Luego papá se fue y ese momento, para variar, sucedido en una sala de cine se me quedó grabado porque fue la última película que vimos como familia, juntos. Corte, queda.

FUENTES:

https://historiacienciadevida.blogspot.com/2015/08/historia-de-la-construccion-del-cine.html

FOTOGRAFIA:

http://www.locheros.pe/post/id/215/peliculas-esferas-y-un-recuerdo

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Javier Mendoza Productor con licencia para escribir. Tengo experiencia en publicidad, ficción y documental. En esencia, soy un comunicador.
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