
Experiencia: 3 Días en Cannes (Parte dos)
Bitácora de la alfombra roja. Guía para lx aventurerx.
Mi tiempo en el festival fue un torbellino de películas, gente nueva, comidas apuradas, cafés de cortesía –en el Palais hay una cafetería que da todo tipo de cafés gratis–, trenes, muchas dichas y algunas frustraciones, como el hecho de no poder asistir al “Cinéma de la plage” que proyecta películas al aire libre en la playa Macé de la Croisette de noche, ya que el último tren a Antibes, donde me estaba alojando, salía a la media hora de iniciado el film.
La primera película que vi fue “Roubaix, une lumière” de Arnaud Desplechin en el Grand Théâtre Lumière, que es la sala más importante: la de la alfombra roja, los estrenos, y donde se lleva a cabo las ceremonias de apertura y premiación; pero que también sostiene varias proyecciones de films ya estrenados. Además, sólo se entra con invitación. Para ello el festival nos sorteó algunas, yo solo gané una. Sin embargo, después de perder la cabeza al buscar con la mirada a la orquesta que debía estar por algún lugar del teatro tocando la música de los logos de las productoras en los títulos de apertura, puesto que el sistema de sonido es alucinante, decidí que debía tratar de ver la mayor cantidad de películas allí.
No fue difícil conseguir invitaciones ya que, a diferencia de lo que unx pudiera pensar, no todo se rige bajo reglas estrictas y prohibitivas. Por ejemplo, no es necesario vestir formal, excepto para ciertos eventos que la mayoría de asistentes no tiene acceso. De hecho, hay personas que van de zapatillas o jeans. Claro que la fantasía es distinta si unx se arregla un poco a si se va con la ropa de todos los días, pero ya depende de cada quien. Tampoco los horarios son ultra inflexibles, al menos el de cierre de puertas porque llegué a esa primera proyección pasada la hora que decía en mi invitación –sí, casi me puse a llorar en el tren– pero antes del inicio de la película –que comenzaba como 20 minutos después– y me dejaron pasar como si nada. Lo que sí no dejan entrar es comida –me decomisaron una barrita de granola que me haría muchísima falta a la hora del almuerzo–. Igualmente, las invitaciones no son difíciles de conseguir, solo basta con pararse en la entrada del Lumière con un cartel que diga la película, fecha y hora a la que se quiere asistir y, con un poco de suerte, alguien a quien le sobra o no puede asistir aparece.
Entonces, al salir de mi primera proyección y ver a toda esa gente con carteles improvisados en hojas de cuaderno, decidí que me plantaría como ellxs a pedir una invitación para “Matthias & Maxime”, el film que más me entusiasmaba ver y que comenzaba en 10 minutos. Sin embargo, no tenía ni un solo pedazo de papel y tampoco una lapicera. Parada en la acera, giré en mi eje un par de veces sin saber qué hacer, hasta que vi a un hombre que hablaba con un par de chicas que tenían cartelitos. No sé por qué me acerqué y escuché que él tenía una sola invitación para la película de Dolan pero que ellas querían dos para otra. “¿Matthias & Maxime?” pregunté, “¡Sí! –dijo él en inglés– ¿la quieres?”. Muerta de hambre, pues ya eran más de las 14, y con solo un café en la panza volví al Grand Théâtre Lumière. No sin antes enamorarme, por tercera vez, del elegante benefactor que me concedió mi entrada dorada y me gritó a lo lejos “Have a great film!” (¡Qué tengas una gran película!), mientras él corría a no sé dónde y yo entraba al teatro apurada. Beso volado imaginario para él también.
Al salir fui a comprar comida –¡finalmente!– y me senté frente al puerto con el sol brillando en mi rostro y en el agua, lugar que acogería todos mis almuerzos y meriendas y que sería testigo de mi felicidad silenciosa. Finalmente, terminé ese primer día con “Once in Trubchevsk” de Larisa Sadilova en la Sala Debussy.
Hubiera comenzado la segunda jornada con “A Hidden Life” de Terrence Malick, sin embargo, por el mismo problema de no medir bien los horarios del tren no llegué a verla. En su lugar vi “Share” de Pippa Bianco en el cine Les Arcades. Luego vi “Il Traditore” de Marco Bellocchio en el teatro Lumière gracias a una invitación que conseguí por un cartelito que hice al instante que decía “UNE INVITATION S’IL VOUS PLAIT ‘IL TRADITORE’”. Cuando entrábamos por la alfombra roja una pareja me pidió que les tome una foto y luego se ofrecieron a tomar la mía. Es la única fotografía que tengo en aquellas famosas escaleras escarlatas –y que no sea una selfie–. Pero esa se queda para mi.
Antes de ver la última película del día, fui al Short Film Corner ya que un amigo me había dicho que en el Happy Hour dan bebidas y snacks gratis –y es que cuando unx va a Europa con presupuesto de estudiante, no se puede despreciar cualquier cosa que tenga el “gratis” adherido–. Con una botellita de jugo de naranja en una mano y una bolsita de chips en la otra traté de iniciar una conversación con alguien, conseguir un contacto, hablar de mi trabajo –aunque yo no estaba presentando nada en el festival–, en definitiva, buscar mi big break. Sin embargo, no tuve suerte. Por primera vez en Cannes, mi corazón no fue correspondido. Por último, cerré el día con “Mektoub, My Love: Intermezzo” de Abdellatif Kechiche en la Sala Soixantième.
Mi tercer día fue el último del festival en el que se hace una reposición de todos los films en competencia. Primero vi “Sorry We Missed You” de Ken Loach en la Sala Bazin. Luego fui a dar un paseo por el Mercado de Forville que el recepcionista del pequeño hotel había insistido en que debía visitar. Comí beignets de fleurs de courgettes y un fondant au chocolat –délicieux!–. Volví enseguida al festival para ver “Parasite” de Bong Joon Ho en la Sala Debussy. Después de descubrir con gran tristeza que la cafetería estaba cerrada me dirigí a hacer fila para ver “Sybil” de Justine Triet. Allí, escuché la más deliciosa conversación entre dos críticxs que presumían sus viajes y sus desprecios. Fue de verdad muy entretenido. Desafortunadamente la sala se llenó antes que entremos así que me fui a hacer fila para “Little Joe” de Jessica Hausner en la Sala Bazin que empezaría en dos horas.
Sentada en el piso, como el resto, y a punto de quedarme dormida pues no hay Wifi en el Palais –otro dato importante es que el único lugar que tiene Wifi libre es la estación de tren, así que se van a encontrar yendo y viniendo si tienen que comunicarse con, por ejemplo, sus anfitriones del Couchsurfing– escuché que el grupo de jóvenes de mi lado se iba a poner a jugar para pasar el tiempo y les pedí unirme. Estudiantes de cine parisinos todxs ellxs, y muy amables, accedieron con mucho gusto. Para mi sorpresa, pues nunca había conocido a nadie que sepa del juego fuera de la persona que me lo enseñó, jugamos “papelitos” –nombre no oficial–. De hecho fue una segunda sorpresa pues en “Matthias & Maxime” lxs protagonistas y sus amigxs lo juegan en una fiesta. Fue tan divertido y a la vez sincero: yo tratando de practicar mi francés y ellos insistiendo en practicar su inglés, compartiéndome los chismes y las controversias y discutiendo nuestras apreciaciones sobre lo que habíamos visto. Fue lo más cercano al matrimonio que tuve en Cannes.
Me costó mucho tomar el tren de vuelta. Se me estrujaba el corazón al pensar que el sueño ya había acabado y me sumergí en un baile de despedida en el que iba y venía de las calles más bonitas al Palais, de mis lugares favoritos al Palais, de la estación de tren al Palais. No podía dejar Cannes. Y cuando finalmente supe que era hora de partir, tomé la última fotografía en la ciudad, parada frente al Palais, a punto de dejar lo que había sido una de las experiencias más increíbles de mi vida.
Cannes me despidió con un último romance cuando en la estación una chica que volvía a Niza me inició una charla. Después de unos minutos se nos unió un hombre que también iba a Niza y que trabajaba para el festival. Compartimos la espera y el viaje. En un tren silencioso, éramos tres melodías hablando de todo lo que se nos ocurría.
Salí del tren con una nueva bolsita de souvenirs que él nos había regalado de lo que había sobrado del festival y apenas di unos pasos en el andén, no pude evitar sentir la poesía de una estación vacía, de la calma de la medianoche y de la sensación del viento mediterráneo en mi cabello que, mientras un tren se alejaba con varias sonrisas mías, me acompañarían algunas cuadras hasta llegar a casa.
Lee la primera parte en https://www.cortosdevista.pe/prensa/experiencia-3-dias-en-cannes-parte-uno


